«La avaricia es buena», dijo el buitre capitalista Gordon Gekko en la película «Wall Street», moldeando así la percepción de los mercados financieros de toda una generación. Jordan Belfort, alias «El lobo de Wall Street», lo reformuló sugiriendo: «Trabaja hasta que tu cuenta bancaria parezca un número de teléfono». La codicia y el miedo ya impulsaban los mercados mucho antes de que Oliver Stone y Martin Scorsese mostrasen Wall Street ante las cámaras.
La codicia recibe mucha cobertura mediática, pero el miedo suele permanecer en la sombra, a pesar de que es la fuerza motriz clave entre bastidores. Ha llegado el momento de coger el toro por los cuernos (o el oso por las orejas, si lo prefiere) y abordar el sentimiento más impopular que pueden tener los inversionistas… y los seres humanos, en general. Entonces, ¿cómo podemos lidiar con el miedo sin abandonar la inversión?
Lucha, huida o paralización
En un estado de miedo, el cuerpo activa muchas hormonas del estrés. Incluso en dosis más pequeñas, como cuando el miedo de alguna manera nos acosa, nos desgasta con el tiempo. Aunque el miedo es una experiencia humana universal que abarca todos los aspectos de la vida, nos centraremos aquí en el ámbito de la inversión. De hecho, incluso la codicia es un tipo de miedo, concretamente, el miedo a perderse algo importante (conocido por el acrónimo FOMO derivado de «fear of missing out»).
Al escuchar lo que los psicólogos tienen para decir sobre el miedo, el mensaje es bastante simple. Los seres humanos eligen universalmente una de las tres estrategias para enfrentarse al miedo: luchar, huir o paralizarse. Al trasladar estas estrategias al mundo de la inversión, lo mejor que se me ocurre es: racionalizarlo, ignorarlo o aceptarlo. Puede que no sean equivalentes perfectos, pero exploremos igualmente lo que significa para un inversionista enfrentarse al miedo primario.
Racionalizar el miedo considerando los riesgos frente a los beneficios
Como dijo una vez John Wayne: «Tener valor es estar muerto de miedo... y ensillar de todos modos». Puede ser más fácil ser valiente cuando se consigue un mejor control del peligro al ponerlo en perspectiva. Al hacerlo, utilizamos la racionalidad para contener el ímpetu de la angustia. En los mercados financieros, la racionalización consiste en gran medida en calibrar lo que está haciendo la multitud y determinar cuáles son los beneficios.
La acción de la multitud (como la búsqueda de protección mediante la compra de seguros) repercute en el precio del riesgo mucho antes de que la crisis se produzca de lleno. En tal caso, el precio de un activo cae mucho antes de que se materialice el peligro.
Esto es tan fascinante que la gente se queda perpleja cuando un resultado acaba provocando reacciones completamente opuestas en el mercado. Por ejemplo, cuando las acciones empiezan a subir a pesar de que las empresas relacionadas han registrado pérdidas récord. Sin embargo, en este caso, como todo el mundo ya temía que estas pérdidas llegarían y se posicionó en consecuencia, el estado de ánimo cambia repentinamente mucho antes que los datos fundamentales.
Los principales indicadores para medir el factor miedo en los mercados bursátiles son las mediciones de volatilidad, que se conocen como «curvas de fiebre» en los mercados financieros. Pueden ser imperfectas, ya que sólo miden las fluctuaciones de los precios, es decir, la rapidez con la que se mueven. No obstante, como el pánico suele llevar a movimientos bastante extremos, los picos masivos solo suelen producirse cuando los precios bajan. En épocas de bonanza, los mercados tienden a subir de forma más moderada o, al menos, apenas muestran saltos bruscos en promedio, manteniendo las fluctuaciones de precios bajo control.
Si observamos el índice del miedo en el siguiente gráfico, podemos identificar todas las conmociones importantes causadas por el miedo en los últimos 100 años aproximadamente. Cuando el índice del miedo se dispara, es posible que sienta miedo, pero racionalmente se diga a sí mismo: «todos los demás también tienen miedo». Lo mismo puede aplicarse al caso contrario, de acuerdo con el lema de Warren Buffett: «Sé temeroso cuando otros sean codiciosos, y codicioso cuando otros sean temerosos».
¿Esto qué me aporta?
La otra forma de racionalizar el miedo en los mercados es tratar de averiguar cuánto nos pagan por preocuparnos. Las herramientas clásicas para determinar esto son la prima de riesgo de las acciones en los mercados de renta variable y los diferenciales de crédito en los mercados de bonos.
En el siguiente gráfico, ilustramos la rentabilidad que habría obtenido manteniendo activos de riesgo (acciones) frente a activos supuestamente libres de riesgo (bonos del Estado) durante los últimos 70 años. Cuanto más alto se encuentre en la curva, más le convendrá ser valiente y superar sus propios miedos.
Si observamos este periodo como indicador, vemos que los inversionistas pagaron por preocuparse (a diferencia de épocas normales en que se recibe un pago por preocuparse), ya que la prima de riesgo de la renta variable se encontraba en cero o por debajo de cero.
Por supuesto, algunos inversionistas vislumbraron esta incógnita en su momento, pero recuerdo que el consenso del mercado estaba muy convencido de que «esta vez será diferente»; es decir, que el crecimiento de los beneficios iba a ser tan fuerte que uno podía olvidarse de las primas de riesgo. Pues bien, resultó que no fue así, ya que la burbuja de valoración estalló y el mercado de valores se hundió.
Ignorar el miedo confiando en el largo plazo
«Compra acciones, toma pastillas para dormir y deja de leer los periódicos. Muchos años después, verás que eres rico». Este es el mantra del legendario inversionista André Kostolany y el núcleo de la estrategia de «ignorar», es decir, confiar en el largo plazo.
Existen algunos casos atípicos, por supuesto, pero en general, los inversionistas ganaron entre un 6 % y un 7 % en términos reales cada año al mantener acciones estadounidenses. Entonces, ¿por qué preocuparse si al final todo saldrá bien?
Los mercados financieros poseen la fantástica característica de ofrecer liquidez y valoración en todo momento en que estén abiertos. Sin embargo, esto supone un gran problema para nosotros, los seres humanos, ya que podemos seguir los cambios en el valor neto de nuestro patrimonio, en tiempo real y hasta el último céntimo, lo que se convierte en una experiencia muy estresante cuando los precios se desploman.
Uno de nuestros inversionistas más experimentados compartió conmigo su secreto sobre cómo lidiar con estas experiencias estresantes cuando los mercados se desploman: «¡Apaga el computador y sal a pasear!». Esta es una forma clásica de ignorar el miedo.
Acepta el miedo creciendo espiritualmente
La estrategia final consiste en aceptar el hecho de que las pérdidas forman parte de la vida y aprender a crecer sobre la base de la experiencia. El mejor ejemplo de la forma occidental de abordar esta cuestión lo ofrece un relato particular: en el libro «Lo que aprendí perdiendo un millón de dólares», el inversionista Jim Paul cuenta la historia de una costosa experiencia que tuvo en los mercados financieros y lo que aprendió de ella.
No voy a estropear la lectura repasando las enseñanzas, pero como ocurre de vez en cuando con las leyendas estadounidenses en materia de inversión, él afirma que se convirtió en un mejor inversionista al asumir la pérdida y sacar conclusiones de ella.
Esto me recuerda un poco al cuento de hadas «Hans im Glück» («Juan con suerte», de los hermanos Grimm), en el que el protagonista aprende una valiosa lección al perder una fortuna, lo cual le ayuda a adquirir una visión más profunda de la vida y su significado. De hecho, ofrece cierto consuelo a quienes se ven afectados por el destino adverso de los mercados financieros.
«El furioso torrente del Dow»
Las «Confesiones de un taoísta en Wall Street» fue mi primer encuentro con Wall Street en los 80. El escritor (estadounidense, para ser justos) utiliza las palabras homónimas «Tao» (que se pronuncia «dow») y «Dow» para establecer un paralelismo entre la sabiduría oriental y el destino de los mercados financieros en general.
El protagonista pasó años en un monasterio taoísta de Asia oriental. Al final, después de dilapidar una gran fortuna en Wall Street, el héroe (o antihéroe, tal vez) capta la esencia de la inversión: «Todo el mundo, incluso el furioso torrente del Dow, incluso el torrente sanguíneo, vuelve por fin a esto, al delta, a la gran confluencia de la Gran Divisoria, vuelve a la pérdida, al océano madre, al Tao».
Para muchos occidentales, estas afirmaciones pueden parecer dichas en tono de broma o pueden hacerles sentir que, después de todo, están siendo expuestos a un timo. Quizá encuentren alivio en la expresión «sin lluvia, no hay arco iris»