Ana Gallardo nació en Rosario, Argentina, en 1958 y vive actualmente en México. Su obra ha sido expuesta en numerosos museos y galerías importantes como el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México y la Ruth Benzacar Galería de Arte de Buenos Aires, Argentina.

A lo largo de su carrera, Ana ha centrado su trabajo en los temas relacionados con la violencia de género, las comunidades invisibles y el proceso de envejecer.

¿Cuándo se percibió usted por primera vez como persona creadora?

No hubo un momento concreto sino más bien distintos conjuntos de circunstancias. Procedo de una familia de artistas: mi padre era poeta y mi madre pintora. Ella murió siendo yo muy chica y, a partir de allí, empecé a dibujar.

Tuve una juventud difícil y, aunque nunca fui a una escuela de arte, cuando salí de ese período a mediados de los años 80, yo ya había conformado mi propio concepto idealizado del arte y sabía que quería dedicar mi vida a ello.

¿Diría usted que sigue siendo la misma persona creadora que la joven Ana Gallardo?

No; he crecido en creatividad, en particular en los últimos años. Mi arte es colaborativo: no soy una especie de genio que produce obras de arte encerrado en un taller. He colaborado con otros artistas a lo largo de toda mi carrera, bien sea trabajando en proyectos conjuntos o en el ámbito de la docencia. Me enriquecen la comunidad y la inspiración que me aportan las experiencias compartidas, como el proyecto en el que trabajo actualmente con María.

Ahora mismo, estoy disfrutando del mejor y más productivo momento de mi vida. Hasta que llegué a los 50, dependía de muchísimos factores externos, que limitaban lo que yo podía hacer. Además de crear arte, tenía que ganarme la vida para mantenernos, a mí y a mi hija.

Ahora, en cambio, por fin puedo decir «No» a determinadas cosas, lo cual es un lujo. Eso lo he conseguido trabajando muy duro para que mi vejez sea lo menos penosa posible.

Usted ha afirmado en numerosas ocasiones que «envejecer es violento». ¿Diría ahora que es tan violento como esperaba?

¡Oh! ¡Es incluso peor de lo que imaginaba! Para mí, envejecer –como lo experimentamos en nuestra sociedad– es inaceptable: el deterioro físico del cuerpo entraña mucho dolor y frustración, además de la incapacidad para hacer las cosas que una solía.

Es más, como mujeres, desaparecemos de la mayoría de los ámbitos de la vida en cuanto pasamos la menopausia y nos volvemos totalmente invisibles al alcanzar la edad de la jubilación. No ocurre lo mismo en el caso de los hombres, a quienes se sigue considerando miembros útiles de la sociedad hasta bien entrada la vejez.

¿Qué supone el proceso de envejecer para una artista?

Para una artista, es peor. No porque una no sea capaz de seguir produciendo arte: una siempre puede continuar creando y haciendo mientras el cuerpo aguante. Pero al mundo del arte, de manera general, no le interesa la generación de los mayores. Te vuelves invisible.

Últimamente ha aparecido una tendencia a «descubrir» mujeres artistas mayores, pero estas mujeres son la excepción y, con frecuencia, es solo su obra anterior la que despierta interés. En general, somos invisibles.

Al mismo tiempo, pasada cierta edad, resulta mucho más fácil no darle importancia, lo que resulta muy liberador. Te da libertad para crear sin preocuparte de opiniones ni consecuencias.

Teniendo en cuenta que usted ha ganado el Premio Julius Baer a las Artistas Latinoamericanas con más de 60 años, ¿Qué significa entonces para usted?

Fue una sorpresa y un honor ser invitada a presentar mi proyecto. Y ganar el premio significa mucho: para mí, por supuesto, es magnífico, pero también es fantástico que este premio dé visibilidad a las mujeres artistas.

El nivel de las artistas nominadas en las dos primeras ediciones ha sido muy alto para un premio tan joven, así que tengo esperanzas de que este premio ofrezca un espacio en el que las mujeres artistas se visibilicen y valoren.

Al nivel personal, ganar este premio me ha permitido hacer cosas como viajar a Bogotá y me proporciona cierto respiro para hacer más cosas en el campo de trabajo que me apasiona.

Esta exposición se centra en el reencuentro con un vínculo de su juventud. ¿Cómo encaja dentro del conjunto de su obra?

Siempre me ha interesado lo invisible, las historias no contadas de la sociedad. La Historia se ha escrito desde una estrecha perspectiva masculina, pero la historia del mundo es mucho más que esto. Yo creo que el arte debería dar testimonio de diferentes perspectivas, y puede cambiar la narrativa de la sociedad para dar cabida a más voces.

En los años 80, yo tenía un fuerte compromiso político y me impliqué apoyando a un grupo de mujeres mayas cuyo pueblo era perseguido por el gobierno militar durante la guerra civil de Guatemala. Tal era el miedo a las represalias que todas usaban seudónimos, así que nunca conocí la verdadera identidad de aquellas con las que me comunicaba.

Posteriormente, investigando mi interés recurrente por la violencia contra las mujeres y la violencia de envejecer, entré en contacto con una de esas mujeres, María, que tiene mi misma edad y es la protagonista de la instalación.

Oír el relato de su sufrimiento durante aquellos años –su pérdida no solo de familiares y amigos sino también de la oportunidad de tener la vida que ella deseaba– es desgarrador y a la vez muy cercano.

Ha pasado por experiencias terribles que nadie debería tener que sufrir, y ha sentido las mismas frustraciones que cualquier mujer que se adentra en la vejez, un ámbito que vengo explorando en el marco de «Escuela de envejecer», proyecto que desarrollo desde 2008.

Cuéntenos algo más de la propia instalación.

He reproducido fragmentos de la historia de María y de la mía propia utilizando carbón sobre grandes paneles de papel que cubren superficies de piso a techo y de lado a lado. El carbón cubre toda la superficie, sin que se vea casi nada del blanco del papel, conformando un terreno profundo como de terciopelo, y las palabras aparecen desde el negro, escamadas con goma de borrar, recordando a los paisajes de Guatemala. El efecto producido es que cada letra y cada línea de camino parece haber sido extraída del negro con gran esfuerzo, como si eso estuviera ahí desde siempre, oculto, dolido pero que no puede no salir.

Simultáneamente, se muestran en una serie de pantallas distintas escenas de la selva de Guatemala con el sonido que la habita. Este bosque se halla en tierras que fueron adjudicadas a María y a otras personas y que todos cultivaron al finalizar el conflicto.

La instalación confiere una frágil forma física a la memoria: cuerpos muertos que dan forma a otra vida y otro propósito al visibilizar las historias, que de otro modo habrían permanecido invisibles, de dos mujeres mayores.

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